55 años hecho escombros
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Por Allison Palma Jaramillo
Enseguida tomó asiento en unos de sus muebles verdes en el exterior de su hogar, donde el viento se tornaba cada vez más helado y el sol daba sus últimos respiros, ahí estaba Rosa Chávez, con sus brillantes hebras blancas que le adornaban el rostro, y caían en sus hombros de forma tan sutil como ondas del mar.
Recordaba con una profunda nostalgia como ante sus ojos, la mitad de su vida, se venía abajo en cuestión de minutos. Su hogar, en el cual vivió con su familia durante 55 años, ya no existía, solo quedaba un espacio vacío en el que no había rastro de los años de esfuerzo, historias, tantos buenos y malos momentos vividos, ahora solo residen en la memoria de todos aquellos que algún día habitaron aquel hogar.
“Ya teníamos la fecha en que la casa iba a ser demolida, y por eso, desde unas semanas antes ya nos estábamos preparando para ese momento», relata Rosa quien no recibió de una buena forma la noticia de que su domicilio había sido bastante afectado por el terremoto del 16A y, por lo tanto, su vivienda tenía el sello rojo que sentenciaba la pronta demolición.
Los integrantes del hogar se preparaban para ese día, empacando sus recuerdos en cajas de cartón de todos los tamaños, cada una con la etiqueta de lo que contenía, «no quería que nada se me olvidara y se destruya durante la demolición», narra Rosa, asegurando que no dejó nada para lo último, ya que estaba muy nerviosa de que llegara el día.
Cada prenda de vestir, cada libro, cada objeto eran guardados con gran tristeza al ver que toda su vida iba a ser convertida en simple polvo, «para mí fue muy duro, ya que viví en esa casa desde que nací. Aquí tengo mis recuerdos de la infancia y hasta mis hijas vivieron aquí», enuncia afligido Freddy Jaramillo, uno de los hijos de Rosa Chávez, que también habitaba la casa.
Faltaban 3 días y el proceso se iba agitando dentro de la casa, todos trabajan guardando sus pertenecías y las habitaciones se vaciaban como si se tratara de una mudanza cualquiera.
«Salí a hacer las últimas diligencias y trámites para la demolición, ya solo faltaban unas firmas y copias y estaría todo listo», asevera Rosa Jaramillo, quien estuvo al tanto de todos los papeleos que se necesitaban para el proceso de demolición.
– ¿Fue muy estresante este proceso? -pregunté. – Muchísimo, tuvimos muchas malas noches y no lo podíamos asimilar; atestigua Rosa y su expresión denotaba lo cansado y dificultoso que fue para ella esa experiencia.
Dentro de la casa ya no quedaba restos ni pertenencias de las personas que algún día la habitaron, solo se observaban las secuelas que provocó aquel fatídico movimiento de la tierra, que en segundos provocó tantas desgracias y tragedias tanto a nuestra familia, como a muchas que se quedaron sin un refugio para vivir.
Las habitaciones estaban desoladas, las columnas partidas, y las paredes con tantas líneas que las marcaban como una laguna congelada a punto de quebrarse el hielo y darles paso a las heladas aguas.
Llegó el día cero y varios de la familia llegaron hasta el barrio Cristo Rey, para presenciar el momento de la demolición y que todo estuviera en orden. Era un lunes 26 de septiembre del 2016, todos estaban preparados pero cubiertos de pies a cabeza de estrés y nerviosismo.
“Vi que las maquinarias iban llegando y se estacionaron al frente de la casa para hablar con nosotros antes de empezar el trabajo”, aseguró Rosa, que destaca aquel instante lleno de nerviosismo en el que su estómago tenía una fiesta de emociones.
Empezó la demolición y las maquinarias se pusieron en marcha, los motores arrancaron y las emociones se agudizaron tanto que se demostraban a flor de piel.
Los monstruos de hierro con los largos brazos, tumbaban cual papel aquella casa de construcción mixta, que en un abrir y cerrar de ojos el segundo piso desapareció ante las miradas de toda la familia Jaramillo.
“Sin duda el que más sufrió de todos fue Otis, nuestro perro”, asegura Rosa Jaramillo, que, al hablar de él, su voz se desvanecía con el viento y se tornaba cada vez más inestable. Otis estuvo presente como los demás familiares en el proceso de la demolición.
Sus ladridos eran incansables y desgarradores, no paró de ladrar en todo el tiempo que duró la demolición, tenía tanto estrés encima que tuvieron que amarrarlo y apartarlo de todo para que se tranquilizara, pero no fue suficiente, su desesperación fue tanta que rompió la correa y corrió con todas sus fuerzas hacia la casa a meterse entre las maquinarias.
En su intento fallido de frenar a los maquinistas y conservar lo que también fue su hogar, estuvo a punto de que lo hirieran, pero su coraje era tan grande y con su fuerza tan incontenible, no quería dejarse quitar su casa tan fácil, por lo que en varias ocasiones volvió a escaparse y cumplir su cometido de paralizar todo.
“Con mucha fuerza tuve que sacarlo del terreno porque no quería salir por nada del mundo ladrándole a las maquinarias”, relata Carlos Jaramillo nostálgico recordando esa escena y agachando su cabeza un poco por la tristeza de que aquel guerrero peludo de cuatro patas, ya no estaba con nosotros hace ya más de dos años.
El trabajo avanzaba, 55 años de memoria y varias generaciones se convertían en polvo. Los últimos detalles y todo se habría convertido en escombros, los ojos de Rosa Chávez se llenaban de cristalinas lágrimas y los abrazos fueron el refugio de toda la familia que estaba inundada de tristeza ante lo ocurrido.
El negro anochecer cubrió el cielo con rapidez y toda la familia se vio obligada a retirarse. Al siguiente día era el turno de quitar todos los escombros y basura producido por la demolición, pasaba el tiempo y se abrían camino entre todos los despojos de la casa.
Ya no quedaba nada, aquel lugar que estuvo habitado por muchos niños, que acogió a muchas generaciones y que en algún día sus pasillos fueron recorridos por un sin número de mascotas, se convirtió en un terreno vacío y sin habitantes, pero de cual nunca morirán todas aquellas historias vividas.
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