El último adiós

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Por Génesis Bravo

La noche caía en la ciudad de Chone. Eran las 5 horas, Martha Andrade tenía programada  su alarma, para asistir a la rutina de Crossfit de todos los días,  sin embargo  el pasado 24 de Marzo, aquella caja redonda, alertadora  con números, nunca sonó.
Rayos del sol entraban  por las frías claraboyas a las seis de la mañana anunciando que la hora programada de  su cita diaria había pasado, pero el amor al deporte la impulsó a preguntar si podía asistir al siguiente  horario,  recibiendo una respuesta afirmativa de parte de su entrenador.
Comenzó a colocarse el algodón que cubriría su cuerpo, zapatos deportivos, salió junto a su sobrina a la emotiva actividad física llena de circuitos, basados en burppes tabata, saltos, abdominales.
Ocho de la mañana. Gotas cristalinas rodando por su cien y la llama que latía a mil palpitaciones por segundo  dentro de su pecho,  anunciaba la culminación de la hora determinada de ejercicio.

Retornaba a casa dando pasos retumbantes y apresurados  contra el sólido piso, al llegar  las ventanas de su alma buscaban a ese ser que normalmente se encontraba trabajando en el patio como todos los días “este roble  se quedó dormido, aún no se ha levantado a soldar”, recordaba a su padre  en su mente de manera silenciosa.

Ignoró aquello,  ingresó a su humilde casa,  desde su habitación llena de destellos que ingresaban por las rendijas, sonaba la melodía de su celular,  “hija ya estoy aquí en casa,  para que me llamas”, interrogaba Martha,  mientras a la vez escuchaba y observaba a su sobrina que decía; “no están tía, los niños no están”, eso la impulsó a responder inmediatamente. Del otro lado de la brújula moderna se  escuchaban jadeos, gritos y palabras incomprensibles, de pie con ropa llena de lluvia salificada,  intentaba descifrar cada y una de  las palabras que se escuchaba al otro lado de la línea.

Pensamientos interrogantes empezaron a transitar en su mente blanca acompañada con voces del interior que respondían:

¿Qué habrá pasado con los niños? No era normal que no estuvieran en casa esperándome.

¿Por qué la voz  con sollozos es la de mi madre desde el teléfono de mi hija?
¿Pasó algo con mi padre por eso no  lo encontré y los niños le han facilitado una llamada?
Responde en ese instante la voz que  transita por sus pensamientos.

Eran las 9 de la mañana cuando en el lapso de la llamada pudo entender, “tu padre se cayó, está en el hospital, los niños están conmigo en la otra casa”. Miles de  cuestiones más,  de dónde cayó, estaba soldando, que hacía,  abordaban en su cabeza como hojas secas abordan el suelo en otoño, soltando una carga de preocupación para recibir otra.  Al ras de colgar,  tomó su mascarilla, alcohol, y  su vehículo de dos ruedas para empezar a pedalear rápidamente, es que no era solo su padre el que estaba en el Hospital, era su amigo, su primer amor, mentor, refugio, en fin su todo.

Llega al establecimiento después de quince minutos de camino. Un cordón de seguridad no le permite el ingreso al otro extremo, a lo lejos ve el lugar donde el ir y venir de historias es constante. Nueve y cuarenta. Sus ojos no han quitado el mirar del pasillo, observa un armazón con cuatros ruedas, sobre esta; un cuerpo cubierto de tela marfil, empujado por un camillero delgado quién lo dirigía a un aislado cuarto, sin ventilación, sin puerta, donde dejaban los cuerpos inertes. En aquella desconcentración siente un peso en su hombro, gira su dorso, es su hermana, sus ojos muestran incredulidad,  mientras tras un gélido suspiro pronuncia, se murió. Su cuerpo se volvió pesado en segundos, un abrazo la regresó a la tierra. Ineludiblemente empezaron estragos, su padre estaba afiliado a un seguro de muerte, pero los trámites de la facilitación del papel de defunción tornaba una espera eterna, más con un ambiente desértico que desesperaba.
Cuatro de la tarde. Organizado todo lo legal, ingresaron a aquella habitación incondicionada, donde el tiempo pasaba lento, los pasos eran pesados, ver a su padre sin vida, parecía un sueño. Un leve sacudón del chofer de la funeraria la vuelve a orientar, él traía la ropa para alistar el cuerpo, con ayuda de su hermana lo hicieron, limpiaron con paños húmedos, un poco de dificultad al colocar la camisa y pantalón porque ya se encontraba gélido, cinco minutos después era transportado hacia la sala de velación.
Martha volvía a casa, un poco perdida de la noción del tiempo y con la ropa de su padre en sus manos.
Eran las 20.00. La familia había llegado a acompañarlo en su velada, amigos, conocidos,  daban el pésame, se acomodaban en las sillas y contemplaban el cantar de oraciones. A las 00.00. En las charolas afilaban los vasos con café para brindar, mientras servían el aguado. Personas llegan, otras se van, pero la familia se queda hasta que alumbra un nuevo amanecer.
Tres de la tarde del día siguiente el sepelio comenzó, la típica vestimenta de duelo, algunos acompañados de gafas oscuras, pañuelos, llantos, gritos, flores, abrazos, y un abismo de cuatro metros con una base de cemento, rodeaban aquel cofre de madera donde yacía el cuerpo inerte, era descendido y se le daba el último adiós.

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