Lupita
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Por Rubén Darío Buitrón
Para ser miembro de la orden de hermanos cristianos de La Salle se exigía vocación docente, fe en Dios y votos de castidad.
En contraste, para ser estudiante lasallano había que ser rebelde y temerario.
Por algo fue que de nuestras aulas egresaron un piloto de la FAE que murió al estrellar su avión K-Fir en un barrio de Guayaquil y dos comandantes de Alfaro Vive Carajo, asesinados en la guerra antisubversiva.
Así que, como en otros temas, la castidad de los curas nos despertaba sospechas.
La presencia de mujeres en el colegio era escasa. Nuestras madres sólo entraban en la Fiesta del Abanderado, cuando desfilábamos con uniformes militares, botas, cascos y fusiles, alquilados al Cuartel Mariscal Sucre de El Pintado.
Sin embargo, como suele ocurrir con las telarañas del dogma, un día se derrumbaron los esquemas que los curas pretendían mantener.
El más antiguo de ellos era el Hermano Ignatius, un exiliado austriaco que huyó de los nazis. Dirigía la biblioteca y era un genio -aunque tiranuelo- como profesor de Física.
Pero Ignatius estaba cada vez más débil y el Hermano Carlos, rector con cara de niño bobo, se puso a buscar alguien para la biblioteca.
El resultado de esa decisión hizo temblar las anchas columnas que soportaban el edificio: la nueva bibliotecaria era mujer.
Lupita era sensual, guapa, ropa apretada y colorida, faldas sobre las rodillas, zapatos de taco aguja. Dulce y ágil en la atención a los usuarios (muchos curas y alumnos sólo iban para observarla). Yo tenía una ventaja: era vecina de mi barrio y su mamá era amiga de mi mamá.
Como no había ascensor, cada mañana Lupita subía por las escaleras al cuarto piso y hacía enloquecer nuestras hormonas.
Para un adolescente, aprendiz de la vida, mirar desde abajo los muslos de Lupita, aunque fuera una partecita, era más fascinante que el Circo Egred Hermanos, el más famoso de la época.
Pero un lunes todo fue sombra, silencio y vacío. Lupita se esfumó para siempre. No entendimos por qué.
Quien me lo contó todo, asombrada y solidaria, fue mi mamá: una noche Lupita se había quedado catalogando un lote de libros. De repente se fue la luz. Y en la oscuridad alguien la violó. Sus gritos y manotazos fueron un eco inútil en la inmensidad del edificio.
Lupita quedó encinta. Las mojigatas del barrio la acribillaron con sentencias diabólicas, pero ella decidió tener al bebé y nunca quiso saber quién fue el padre.
Mamá conocía por qué Lupita desapareció: el rector la despidió sin indemnizarla ni investigar el ataque sexual.
Indignados, decidimos hacer huelga. No fuimos a las misas de miércoles y domingos. En el recreo dábamos vueltas al patio en silencio, con carteles a favor del regreso de Lupita.
Jamás ningún cura nos habló del tema. La capilla y la biblioteca permanecieron cerradas hasta que, dos años después, nos graduamos. En el barrio fui testigo de cómo cambió la vida de Lupita, pero también de cómo mantuvo, intactas, su dignidad y su belleza.
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