Escombros removidos

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Por: Jennifer Elizabeth Bailón Vélez

El sol descendía, ya sólo quedaban diminutos destellos de luz y el tiempo más cercano era la noche; así lo marcaban las manecillas del reloj. Toda la algarabía y la energía de las personas pronto se convertiría en desconcierto y desazón.

Un 16 de abril del 2016, lapso antes del llanto incesante y del deceso de luz de varios corazones, Monserrate Zambrano; una joven mantense de 25 años divagaba entre cuatro paredes buscando sosiego alguno.

Monserrate, es una joven alta y simpática; con unos ojos traviesos color negro, cabello esponjoso que define su personalidad y unas mejillas rosadas que denotan timidez, luce un look cómodo: (una blusa blanca con colores de arcoíris y un jeans azul que marca su silueta); a simple vista parecía no haber experimentado una situación trágica, pero hace ya cuatro años una experiencia desgarradora dejó secuelas en su vida.

Eran más de las 6:00 pm de aquel sábado 16 de abril; Monserrate, se encontraba en su domicilio junto a su mascota James y su hermana menor Nahomi.

Como todos los días, observaba su celular esperando que en las manejas del reloj sonarán las 6h30pm para dirigirse a visitar a su ángel de la tierra: “su abuela”. Allá se encontraba su madre, Mayra; quien cotidianamente echa una mano a aquella delicada flor humana que padece de una discapacidad móvil.

Luego de esperar algunos minutos sonó la alarma y con una voz baja se dirigió a su hermana:

-Ya regreso, iré con James a visitar a mi Yeyita- musitó con una sonrisa sutil.

Cosa que no extrañó a Nahomi, puesto que todos los días a la misma hora ella salía de casa.

Más rápido de lo que canta un gallo, llegó la joven a casa de su abuela adorada:

  • ¡Buenas tardes a todos! – saludó con una sonrisa en su rostro mientras buscaba a su abuela.

Luego de no encontrar respuesta alguna a su saludo, decidió entrar y con algunos pasos recorridos en la casa, encontró a su abuela en el cuarto junto a su madre, quien con un fuerte “apapacho” la recibió.

El sol ya estaba ausente, la oscuridad se apoderaba de la ciudad. Monserrate se encontraba charlando con su abuela, cuando en cuestión de segundos su perrito salió a toda velocidad a la casa de su tía Alexandra, “mi perrito se soltó y salió despavorido hacia la parte trasera en dónde vive mi tía Alex; ella recién llegaba de realizar compras en el antiguo comercial Navarrete”, relató Zambrano con una voz entrecortada.

Al instante, como madre temerosa por su hijo; comenzó a correr en busca de su pequeñuelo melenudo porque sentía un miedo oscuro que atravesaba su pecho, “sentí que le pasaría algo y salí tras de él, lo agarré desesperada entre mis brazos y vi que mi tía venía con su hijo Joel a conversar con mi abuelita”, narró la joven con un rostro de angustia mientras navegaba en aquel recuerdo.

Cuando al fin la joven, sentía su palpitar lento al tener a su entrañable cachorrito entre sus manos de porcelana, un terrible movimiento telúrico desbarato sus sentidos en un abrir y cerrar de ojos, dejándole sin oportunidad de reacción alguna.

Pero Monserrate, jamás presagió aquel suceso que estaba por suceder a las 6h58 minutos, el terror se apoderaría de las familias ecuatorianas. El Instituto Geofísico del Ecuador reportaba un terremoto de magnitud 7.8 Mw que desbastó principalmente a la provincia de Manabí.

Zambrano estaba en shock, el desconcierto la dejó inmóvil en un rincón que se había desplomado, “yo estaba a la mitad de la escalera que une la casa de mi abuela con la de mi tía, solo arropé a mi perrito con mi cuerpo en posición fetal y me quedé ahí, entre escombros, palos y zinc”, apuntó la dama con sus pupilas dilatadas, demostrando quizás; la angustia de revivir aquel momento fatídico.

Mientras que Monserrate logró salvar al ser que amaba; su tía solo alcanzó a dar dos pequeños pasos para alcanzar a su hijo y como un ave empollando su nido lo abrazó e intentó protegerlo de aquella lluvia de ladrillos que caían sin cesar y de aquella espeluznante brisa de angustia que congeló hasta su sangre.

La joven no entendía que había ocurrido, estaba anonadada; miraba a todos lados y solo contemplaba pedazos de vida en cada rincón que se había derrumbado -estaba desorientada, ¡pensé que era un simple temblor y no un terremoto! -, exclamó Zambrano con un aire de tristeza y su voz melancólica por el brote de llanto que escondía en sus dos luceros.

Al reaccionar luego de manera precipitada Monserrate se dirigió hacia dentro de la casa en medio de la oscuridad y como un ciego sin su guía, buscaba asiduamente a sus dos capullos de amor: su madre y su abuela.

Al igual que ella, su tía caminó hacia la vivienda de su madre para salir, “Joel estaba con heridas leves y debía llevarlo a que lo atiendan de inmediato”, acotó Zambrano mientras colocaba sus manos sobre la barbilla.

En media penumbra Monserrate divagaba entre pasos cautelosos intentando no lastimarse.

-Sólo escuchaba gritos-, el llanto ensordecedor de su abuela y el clamor de su madre le daban razones necesarias para caminar; con su perro en sus brazos y sus lentes empañados de polvo de ladrillo, convirtió su corazón en sus ojos como faro centellante que la conduciría a aquel bramido de auxilio.

“Mi abuela estaba en el baño junto con mi madre quien estaba duchándola, la pared se desplomó y mi mamá con la poca fuerza que tenía logró jalar a su madre hacia su pecho”; describió la dama mientras una pequeña lágrima rodaba por su mejilla.

Como una lluvia de sorpresas negativas, aquella tragedia no dejaba de martirizarla; pues luego de haber hallado a su abuela y a su madre, llevó su mano a la cabeza tratando de asimilar la situación y recordó que su hermana pequeña había quedado sola durante la tragedia.

Eran las 20h00, las calles estaban oscuras; retumbaba el eco de los gritos desesperados, se escuchaba el molestoso pito de los volantes de choferes angustiados por llegar a su morada, la vida se desplomó y la gente solo lloraba buscando a sus seres queridos.

“No sabia que hacer, dejé a mi abuela y a mi madre afuera de la casa en compañía de mi hermano Xavier que apareció en ese momento y en seguida salí a buscar a mi hermana menor”; estipuló Monserrate con un rostro nostálgico.

“El amor todo lo puede”, enfatizó la dama que decidió caminar hacia su casa en busca del capullo menor con el corazón en sus manos y con lágrimas escondidas en sus profundos ojos negros, pudiendo más el sentimiento de hermandad que la nostalgia de un derrumbe material.

Recuerda que apresuró su pasó y al llegar observó a su hermana afuera, corrió desesperada a abrazarla y entre sus brazos despojó aquel océano de miedo que guardaba entre sus entrañas; sintiendo solo aquella felicidad de encontrar a su pequeña princesa sana y salva.

Finalmente, a las 22h00; después de un mar de lágrimas derramadas por un abismo infernal de escombros y de un barco a la deriva lleno de telarañas, el miedo se apoderó de Monserrate quien no tuvo más que colocarse de rodillas y clamar a “papito Dios”, como ella lo llama; por haberle quitado cosas materiales y dejar a su lado lo más importante en la vida: la familia.

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