EL SECRETO

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Por Rubén Darío Buitrón

www.loscronistas.org

 

Hay días destinados a quedarse para siempre en la memoria. En lo más duro de la memoria, donde duele la historia cotidiana.

Esa mañana salía a la escuela. Estaba en sexto grado. Era noviembre, mes de los muertos. Serían como las siete. Hacía frío.

Abrí la puerta de mi casa, calle Castro número 322, y al salir sucedieron dos cosas simultáneas: un viento helado me golpeó la cara y una escena de horror me golpeó el alma.

El camión recolector de basura, que solía pasar alrededor de las seis y media, estaba estacionado justo frente a mi puerta. Algo inusual.

Más abajo del camión vi un patrullero. Más acá, en el tumulto, una mujer lloraba. Dos policías la increpaban. Un tipo, de pequeña estatura, cabello negrísimo y aceitoso, mal enternado y ojos de chuchaqui, alzaba la voz. Decía que era el fiscal y que lo dejaran trabajar.

La mujer se llamaba Irene. Unos 25 años, alta, delgada, con una forma de hablar tipo carchense. Llevaba un vestido negro arrugado y envejecido, con un sinnúmero de manchas rojas. A su lado, con rostros endurecidos y en pijamas, estaban sus patrones, los vecinos de al frente, muy amigos de mis papás: Jaime y Georgina González.

El fiscal, con rostro de grasa y sudor, tenía una pequeña libreta y un esferográfico. Anotaba lo que la mujer decía. Y lo que decía era una atronadora tormenta de dolor y secretos.

Un hombre gris y sucio, con la piel y la ropa de tono similar al del camión recolector, tenía en sus manos el cuerpecito de un bebé sanguinoliento de cuyo ombligo pendía el cordón umbilical húmedo y enrojecido.

Georgina miraba a Irene con un rictus tembloroso en las cejas y en los labios. Jaime intentaba parecer indignado, supongo que para prevenir que no lo involucraran.

Irene se había embarazado de un hombre que nunca más apareció por su vida. Estaba ya seis años con la familia González. En el barrio la estimábamos. Amable, servicial. Era delgada, con un aire de dignidad y hermosura natural.

No quería perder el trabajo y ocultó el vientre como pudo: fajas, trapos, pantalones con elástico, chalinas, ponchos. Cuando tenía síntomas decía a sus patrones que le dolía el estómago.

Hasta que llegó la madrugada, esta madrugada. Irene expulsó al bebé de su vientre, lo envolvió en un poncho rojo, ocultó el bulto en un costal de yute y lo dejó en la basura.

El recolector se dio cuenta hurgando entre los desechos en busca de algo valioso o útil. Vio el poncho y decidió tomarlo para llevárselo a casa.

Eran las ocho y yo, el único niño mezclado en la tragedia, llegaría atrasado a la escuela. Irene, ahogada en lágrimas y estremecimientos, era arrastrada al patrullero. Nunca más supe de ella. Los González no contaron a nadie esta historia. Yo tampoco.

La palabra aborto entró con violencia a mi vida, aunque sólo muchos años después entendí su verdadera dimensión.

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